viernes, 30 de noviembre de 2007

Castas

por Abigaíl de Mirón

Querida Cristina,
Nos alegramos juntamente contigo por el gran número de jovencitas en tu iglesia, y comprendemos tu preocupación por la influencia que ellas están recibiendo del mundo en sus ratos de ocio. También compartimos tu deseo de no imponer reglas legalistas, ya que unas de las formas de promover cristianos débiles es imponiendo el legalismo. Sin embargo, hay un método para enseñas estas cosas. Las ancianas asimismo sean reverentes en su porte. Que no sean calumniadoras ni esclavas del vino, sino maestras del bien. Que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada (Tit. 2:3-5). Una de las cosas que Pablo anima a las mujeres viejas es enseñar a las jóvenes a ser castas. Encontramos esta palabra también en las enseñanzas de Pedro a las mujeres: considerando vuestra conducta casta y respetuosa (1 P. 3:2).

¿Qué es castidad? ¿Por qué las jóvenes tienen la necesidad de ser enseñadas sobre castidad, cómo es que una mujer cristiana, particularmente las mujeres casadas que son cristianas deben practicar esta virtud? Déjame compartir contigo algunas ideas.

Castidad significa virginidad antes del matrimonio y fidelidad después del matrimonio. Castidad no es sólo una prohibición de una actividad sexual inmoral, la palabra implica un carácter que rechaza aun pensamientos o insinuaciones de un comportamiento inmoral. Un líder maduro, en el comienzo de nuestro ministerio nos dio esta advertencia: «No importa la posición que tienes, lo juicioso que has llegado a ser, o cuan maduro crees que has llegado a ser en las cosas del Señor, cualquiera de nosotros es capaz de cualquier pecado». Las esposas cristianas tienen que comprender que ellas también son vulnerables a esta tentación.

Déjame sugerirte algunas preguntas que te mostrarán lo castos que son nuestros pensamientos. ¿Alguna vez me he imaginado cómo sería estar casada con el esposo de mi vecina, o de mi mejor amiga? ¿Doy rienda suelta a mis deseos de leer novelas o ver telenovelas que me hacen tener fantasías sexuales con otro que no sea mi esposo? ¿Me visto en tal forma que puedo provocar que un hombre esté tentado de tener fantasías sobre mí? ¿Miro programas de televisión o películas que contienen escenas de sexo con absorción en vez de apagarlos o retirarme? Permitiendo estos pensamientos me demuestran que no soy casta. Aunque yo diga «no era yo en esa cama» «yo solo estaba observando la película o leyendo el libro». Déjame recordarte la declaración que Jesús hizo (cambiando el sexo) «cualquiera que mira a un hombre para codiciarlo, ya adulteró con él en su corazón» (Mt. 5:28). Somos responsables de lo que vemos. Mirando o leyendo con desenfreno es participar de ello, y la consecuencia es llenar nuestra mente con pensamientos impuros. Si yo admiro la forma inmoral que algunas mujeres se visten y comportan, estoy permitiendo ser influenciada a ser no casta.

¿Cuáles son los factores que pueden contribuir a que yo sea vulnerable a la impureza en mi vida? El factor principal puede ser tan simple como permitir que mi mente piense en otros hombres en formas que debería pensar sólo sobre mi esposo. El segundo ingrediente es el descontento. Si yo observo programas inmorales o leo sobre esposos muy cariñosos, preocupados, alegres, perspicaces y guapos, puedo llegar a estar descontenta con mi esposo. Se hace más fácil criticarlo, no mostrarle respeto lo que se dice deshonrar a mi esposo. Este descontento me puede hacer llegar al adulterio en mi corazón, imaginándome a mí misma con otros hombres. Es muy fácil caer en esos pensamientos cuando no estamos protegiendo nuestra mente de malas influencias. El segundo es dejarse dominar por el rencor y no perdonar, lo cual lleva a la amargura. Una mujer amargada es un blanco fácil para el adulterio.

La pérdida de la castidad puede venir en formas muy sutiles. Cualquier mujer que va por consejería con el pastor u otro hombre compasivo a solas, está dando lugar a una situación peligrosa. Aun la mujer que está involucrada en el ministerio con otro hombre y está pasando tiempo a solas con él puede estarse preparando a caer. Desarrollan una unión al resolver problemas juntos. Conforme hablan llegan a desarrollar un afecto del uno por el otro. No muy tarde ella se pregunta «¿cómo he llegado a esta relación impura?» Ella estaba débil y sin protección, y no reconoció las señales de peligro hasta que ya era demasiado tarde.

Mi pastor una vez dijo: «Ay del hombre que tiene que aprender principios en medio de una crisis». Jaime y yo nos hemos trazado unas reglas a seguir para mantenernos alejados de situaciones peligrosas. Los dos tratamos de evitar situaciones donde tengamos que estar a solas con personas del sexo opuesto. Si por ejemplo, tenemos un hombre hospedado en casa y por alguna razón él no se va con mi esposo, yo descubro que tengo que visitar a mi vecina, o ir al mercado. No pasamos tiempo a solas con personas del sexo opuesto, incluso dentro del ministerio. Pero si una joven esposa no tiene un esposo cristiano para que la ayude a trazar las reglas o si el esposo no desea ayudarla en estas áreas, ella misma puede trazar sus propias reglas y guiarse por ellas. Siguiendo las normas en Tito 2:4,5 una mujer pronto será una anciana –calificada para enseñar a las mujeres jóvenes a ser castas.
Tu amiga en el Señor,
Abigaíl

LuisPalau.Net

lunes, 26 de noviembre de 2007

Actitudes que Marcan

por Linda Finkenbinder

Linda Finkenbinder comparte una experiencia de su matrimonio. Con ella ejemplifica cómo se formaron en ella y su esposo muchas heridas causadas por las crueles palabras, cargadas de quejas y demandas, que se lanzaban uno al otro. También comparte cómo lograron sanar.

¿Herir o sanar?

Cuando me casé con Pablo, pensé que nuestra vida juntos sería tal y como había sido nuestro noviazgo: yo tendría los mismos sentimientos hacia Pablo y él iba a ser amoroso y comprensivo conmigo. Pero olvidé considerar que, así como yo tenía días en que no deseaba actuar de cierta forma o realizar ciertas actividades, debía entender que Pablo también se sentiría igual. Al casarnos y convivir habitualmente, el problema no era tanto experimentar esos sentimientos o deseos, sino que en ocasiones los dos los teníamos al mismo tiempo.

Además, también debí considerar que nuestro trasfondo y personalidad eran distintos. Pablo era hijo de unos misioneros en Puerto Rico, hablaba dos idiomas, tenía buenos modales y sus padres eran muy amorosos con sus cinco hijos. Sus hermanos Frank y George nacieron ciegos y sus padres demostraron gran sabiduría al educarlos adecuadamente. Además, Dios había llamado a mi esposo cuando tenía 17 años y por eso tenía plena confianza en sí. Igualmente, Pablo es muy transparente, perfeccionista, risueño, amable y alegre. En ocasiones, yo sentía celos porque Dios le había dado mucho, y hasta en ciertos momentos me preguntaba qué podía haber visto él en mí.

Mi situación era un tanto diferente. Mi familia era campesina en una pequeña comunidad agrícola del sur de Michigan, Estados Unidos, donde los cambios se daban lentamente. Yo era la cuarta de ocho hijos, mi padre tenía un carácter muy rígido y mi madre era dulce, paciente y con una fe increíble en el Señor. Asistíamos a una iglesia evangélica los domingos en la ciudad, leíamos la Biblia con alguna frecuencia y siempre dábamos gracias a Dios por los alimentos y orábamos de noche antes de acostarnos. Dios me había llamado cuando tenía ocho años y mí único deseo era servirle como Él quisiera.

Mi personalidad no era como la de Pablo. Yo soy más seria y hablo con franqueza. Aunque tenía ambiciones, carecía de confianza en mí misma, pues no tenía una buena y florida expresión oral en español. Tanto era así que Pablo me criticaba y me decía que yo hablaba enojada, y eso me hería mucho, pues a mí no me parecía cierto. Tal vez estaba un tanto molesta, pero en definitiva, no enojada.

Nuestro primer hogar fue en Nuevo México y ahí ministramos en una pequeña misión hispana. Los cultos se celebraban en español y yo no entendía ni una sola palabra. Recuerdo la primera vez que Pablo y yo tuvimos una desavenencia. Él halló un pequeño texto escolar de español y me dijo: «Esto es lo que necesitas para aprender español.» Esa noche, después de la cena, me senté ansiosamente al lado de Pablo para mi primera lección. Él pronunció las cinco vocales unas cuatro o cinco veces y yo las repetí. Él entonces quiso que yo leyera la página (¡Todavía hoy, después de sesenta años, me confundo con la «a» y la «e»!). Como no tuve el valor para tratar de hacerlo, le pedí que él leyera la página primero, pero él no quiso. Yo le rogué, pero él me dijo que esta era la única forma de que yo lograra aprender. En silencio esperamos el uno al otro mientras pasaba el tiempo. Los minutos se alargaron y pasó una hora entera. Por fin, Pablo cerró el libro sin decir nada y nos acostamos sin cruzarnos palabra alguna.

La siguiente noche Pablo me ofreció otra lección. El resultado fue igual, excepto que esta vez el intenso silencio se extendió por una hora y media. Pablo se dio por vencido y yo, por mi parte, me quedé decepcionada con su modo de enseñar.

Desde aquella noche he tenido muchas ocasiones para recordar el consejo de mi madre. Ella me dijo: «Hija, cuando estés enojada con Pablo, evita palabras crueles, porque las palabras son como las plumas: una vez dichas, salen volando y nunca podemos recobrarlas. Las palabras también son como cuchillas que causan heridas: mañana, cuando el enojo ha pasado, esas palabras ásperas permanecerán.»
Los dos nos dimos cuenta de que nuestro compañero de vida tenía un carácter fuerte. Debíamos aprender a congeniar sin ofendernos. Ahora lamento que en ocasiones olvidáramos ser corteses, pues, las palabras sí son como cuchillas que hieren. En mi opinión, en nuestro hogar, tanto Pablo como yo, tenemos muchas cicatrices causadas por las crueles palabras cargadas de quejas o demandas. La falta de aprecio, las miradas fulminantes y aun las guerras frías de silencio causaron lesiones a quien más amábamos.

Y tal como me advirtió mi madre, fue difícil recoger las palabras ásperas y crueles. Empero, cuando los dos aceptamos que siempre recibimos aquello que damos, comenzamos a ofrecernos palabras cariñosas, y esas nuevas «plumas» que salieron volando mostraron el cambio necesario para transformar nuestro matrimonio.

Para concluir quiero compartirle cuatro verdades que me han ayudado:
• El roce de nuestras distintas personalidades es para enseñarnos cómo dejar producir el fruto del Espíritu.
• Silencio o una palabra en voz tierna puede evadir un altercado.
• «Las plumas» me bendicen a mí cuando hablo bien de mi cónyuge.
• Una mirada fulminante causa lesiones que difícilmente sana.

Gracias al amor de Dios, el cual siempre nos ayuda, nuestras heridas han sanado y las cicatrices poco se notan. Ahora las «plumas» que nos rodean irradian completa paz y felicidad.

Doña Linda es una efectiva comunicadora y es autora del libro Mi vida secreta con el Hermano Pablo, publicado por Desarrollo Cristiano Internacional, 2002. Su propia vocación ministerial comenzó, junto con la de su esposo, el Hermano Pablo, en 1942 en una misión en Nuevo México, EE.UU. En 1943, tomaron residencia en el país de El Salvador donde vivieron por veintiún años. Ella inspiró cambios en el ministerio de las mujeres y fue la presidenta nacional de ellas por cinco años. En los últimos siete años ella ha dado su testimonio ante matrimonios como también ante ministros. Los Finkenbinder tienen cinco hijos, once nietos y diez bisnietos. En enero del año 2003, ella y su esposo Pablo, celebraron sesenta y un años de matrimonio y de ministerio.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Marta y María

Dos caracteres diferentes, dos ejemplos distintos, que son útiles para las hijas de Dios de todos los tiempos.

Ellas son Marta y María, hermanas de Lázaro, el resucitado. Sus nombres aparecen en la Escritura asociados al Señor Jesús. Dos caracteres diferentes, dos ejemplos distintos, que son útiles para las hijas de Dios de todos los tiempos.

Veamos tres escenas en la vida de estas dos hermanas.

Primera escena (Lucas 10:38-42)

El Señor Jesús va de camino, y es recibido por Marta en su casa. Marta, la mayor, como buena dueña de casa, se ocupa de atender al Señor y su compañía. Va y viene con bandejas, platos; ella todo lo dispone, ningún detalle se le escapa. En tanto, María, su hermana menor, "sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra". Para María no existe nadie más en ese momento en la sala: sólo Cristo. No tiene ojos ni oídos para nadie más ¿quién podría impedirle estar allí a sus pies oyéndole? ¿No había oído hablar tanto de Él? Pues, ahora lo tenía allí mismo, en su casa, ¿cómo no le iba a escuchar atentamente?

De pronto, en el colmo de la actividad que bulle por todos lados, Marta se acerca al Señor y le dice: "Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude". Ella encuentra que la actitud de su hermana es desfachatada. ¡Cómo estar sentada mientras hay tanto que hacer!

El Señor le dice: "Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada". Marta debió de haber palidecido al oír estas palabras. ¿Con que María, la floja, había hecho mejor que ella? ¡No podía ser!

Oh, si pudiésemos saber qué piensa Marta ahora. Ella tuvo la oportunidad única de recibir al Señor en su casa, y apenas le prestó atención. Se ocupó más bien de las cosas, que del Señor de todas las cosas.

Pero María tuvo ojos ungidos para ver las cosas muy pequeñas al lado de la preciosidad del Señor. Y su parte no le fue quitada.

Segunda escena (Juan 11:17-35)

Lázaro está muerto hace ya cuatro días, y el Señor no se aparece por ningún lado. Sus hermanas se vieron obligadas a sepultarlo, sin que su querido amigo pudiera verlo. De pronto, el Señor viene. Marta corre y le encuentra todavía a cierta distancia de su casa. Le recrimina por qué no estuvo cerca; habría evitado que muriera. El Señor le habla de la resurrección, pero Marta no entiende lo que el Señor quiere decirle. El Señor pregunta por María. Marta corre a llamarla.

María sale corriendo, y al verle, cae a sus pies, llorando. Le dice las mismas palabras que Marta, pero con tanto sentimiento, con tal expresión, que el Señor, al verla llorando, se conmueve en su espíritu, y llora.

Sólo dos veces se muestra al Señor llorando en los evangelios, y esta es una de ellas.

Marta argumentó con el Señor, pero María tocó su corazón, y conmovió al Señor.

Marta se estuvo de pie, pero María cayó postrada a sus pies. ¿No había estado sentada a sus pies, oyéndole? Quien ha estado sentado ante el Señor en los días de paz, bien puede caer a sus pies en el día de la aflicción. ¿Dónde hallará mayor refugio?

Luego, el Señor pide ir a la tumba y resucita a Lázaro. ¡Qué tremendo es conmover el corazón del Señor! ¡Muchas cosas gloriosas suceden entonces!

Tercera escena (Juan 12:1-8)

La familia de Betania está feliz. El Señor les visita de nuevo, y ahora Lázaro está a la mesa. Marta está en lo suyo, sirviendo. De pronto, ocurre algo extraño.

María se acerca al Señor. Trae en sus manos un frasco de aquel perfume, el más caro. En realidad es carísimo, muy pocas mujeres pueden usarlo. Y, ante la mirada estupefacta de todos, derrama del perfume sobre los pies del Señor, y luego los seca ¡con sus propios cabellos! Sus movimientos son lentos, majestuosos, llenos de una infinita ternura. Las lágrimas surcan sus mejillas. Nadie dice nada. Todos observan ese acto de amor único, inédito.

Pero luego, como despertando del estupor, Judas cuchichea con otros discípulos, y reclama por el derroche. ¡Cuántos pobres habrían podido ser atendidos con el dinero del perfume! María no escucha, ella continúa su acto de amor, acariciando los pies amados, cansados por los largos caminos.

Antes había sido Marta quien le había criticado; ahora es Judas. Pero, al igual que la vez anterior, el Señor sale en defensa de María. Ella se ha anticipado a ungirle para la sepultura.

Después de su muerte, otras mujeres intentarán ungir su cuerpo, pero cuando quieran hacerlo, Él ya no estará en la tumba.
María tuvo ojos ungidos para derramar su amor sobre Él a tiempo. No fue así con las otras mujeres.

En Juan 11:2 se menciona el hecho más relevante relacionado con estas dos hermanas. Es lo que el apóstol Juan recuerda con mayor insistencia cuando escribe su evangelio más de cuarenta años después de ocurridos los hechos. ¿Qué es ? "María fue la que ungió al Señor con el perfume, y le enjugó los pies con sus cabellos". Esto es maravilloso.

Las Marías, no las Martas, son las que perfuman la casa de Dios con el derroche de su vida. Las Marías, no las Martas son las que reciben la aprobación de Dios. Las Marías, no las Martas, son las que se vuelven al Señor con todo su corazón, en una ofrenda grata, cada día.

¿Cuál ha de ser el nombre de cada una de las hijas de Dios?

¡María!

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