lunes, 26 de noviembre de 2007

Actitudes que Marcan

por Linda Finkenbinder

Linda Finkenbinder comparte una experiencia de su matrimonio. Con ella ejemplifica cómo se formaron en ella y su esposo muchas heridas causadas por las crueles palabras, cargadas de quejas y demandas, que se lanzaban uno al otro. También comparte cómo lograron sanar.

¿Herir o sanar?

Cuando me casé con Pablo, pensé que nuestra vida juntos sería tal y como había sido nuestro noviazgo: yo tendría los mismos sentimientos hacia Pablo y él iba a ser amoroso y comprensivo conmigo. Pero olvidé considerar que, así como yo tenía días en que no deseaba actuar de cierta forma o realizar ciertas actividades, debía entender que Pablo también se sentiría igual. Al casarnos y convivir habitualmente, el problema no era tanto experimentar esos sentimientos o deseos, sino que en ocasiones los dos los teníamos al mismo tiempo.

Además, también debí considerar que nuestro trasfondo y personalidad eran distintos. Pablo era hijo de unos misioneros en Puerto Rico, hablaba dos idiomas, tenía buenos modales y sus padres eran muy amorosos con sus cinco hijos. Sus hermanos Frank y George nacieron ciegos y sus padres demostraron gran sabiduría al educarlos adecuadamente. Además, Dios había llamado a mi esposo cuando tenía 17 años y por eso tenía plena confianza en sí. Igualmente, Pablo es muy transparente, perfeccionista, risueño, amable y alegre. En ocasiones, yo sentía celos porque Dios le había dado mucho, y hasta en ciertos momentos me preguntaba qué podía haber visto él en mí.

Mi situación era un tanto diferente. Mi familia era campesina en una pequeña comunidad agrícola del sur de Michigan, Estados Unidos, donde los cambios se daban lentamente. Yo era la cuarta de ocho hijos, mi padre tenía un carácter muy rígido y mi madre era dulce, paciente y con una fe increíble en el Señor. Asistíamos a una iglesia evangélica los domingos en la ciudad, leíamos la Biblia con alguna frecuencia y siempre dábamos gracias a Dios por los alimentos y orábamos de noche antes de acostarnos. Dios me había llamado cuando tenía ocho años y mí único deseo era servirle como Él quisiera.

Mi personalidad no era como la de Pablo. Yo soy más seria y hablo con franqueza. Aunque tenía ambiciones, carecía de confianza en mí misma, pues no tenía una buena y florida expresión oral en español. Tanto era así que Pablo me criticaba y me decía que yo hablaba enojada, y eso me hería mucho, pues a mí no me parecía cierto. Tal vez estaba un tanto molesta, pero en definitiva, no enojada.

Nuestro primer hogar fue en Nuevo México y ahí ministramos en una pequeña misión hispana. Los cultos se celebraban en español y yo no entendía ni una sola palabra. Recuerdo la primera vez que Pablo y yo tuvimos una desavenencia. Él halló un pequeño texto escolar de español y me dijo: «Esto es lo que necesitas para aprender español.» Esa noche, después de la cena, me senté ansiosamente al lado de Pablo para mi primera lección. Él pronunció las cinco vocales unas cuatro o cinco veces y yo las repetí. Él entonces quiso que yo leyera la página (¡Todavía hoy, después de sesenta años, me confundo con la «a» y la «e»!). Como no tuve el valor para tratar de hacerlo, le pedí que él leyera la página primero, pero él no quiso. Yo le rogué, pero él me dijo que esta era la única forma de que yo lograra aprender. En silencio esperamos el uno al otro mientras pasaba el tiempo. Los minutos se alargaron y pasó una hora entera. Por fin, Pablo cerró el libro sin decir nada y nos acostamos sin cruzarnos palabra alguna.

La siguiente noche Pablo me ofreció otra lección. El resultado fue igual, excepto que esta vez el intenso silencio se extendió por una hora y media. Pablo se dio por vencido y yo, por mi parte, me quedé decepcionada con su modo de enseñar.

Desde aquella noche he tenido muchas ocasiones para recordar el consejo de mi madre. Ella me dijo: «Hija, cuando estés enojada con Pablo, evita palabras crueles, porque las palabras son como las plumas: una vez dichas, salen volando y nunca podemos recobrarlas. Las palabras también son como cuchillas que causan heridas: mañana, cuando el enojo ha pasado, esas palabras ásperas permanecerán.»
Los dos nos dimos cuenta de que nuestro compañero de vida tenía un carácter fuerte. Debíamos aprender a congeniar sin ofendernos. Ahora lamento que en ocasiones olvidáramos ser corteses, pues, las palabras sí son como cuchillas que hieren. En mi opinión, en nuestro hogar, tanto Pablo como yo, tenemos muchas cicatrices causadas por las crueles palabras cargadas de quejas o demandas. La falta de aprecio, las miradas fulminantes y aun las guerras frías de silencio causaron lesiones a quien más amábamos.

Y tal como me advirtió mi madre, fue difícil recoger las palabras ásperas y crueles. Empero, cuando los dos aceptamos que siempre recibimos aquello que damos, comenzamos a ofrecernos palabras cariñosas, y esas nuevas «plumas» que salieron volando mostraron el cambio necesario para transformar nuestro matrimonio.

Para concluir quiero compartirle cuatro verdades que me han ayudado:
• El roce de nuestras distintas personalidades es para enseñarnos cómo dejar producir el fruto del Espíritu.
• Silencio o una palabra en voz tierna puede evadir un altercado.
• «Las plumas» me bendicen a mí cuando hablo bien de mi cónyuge.
• Una mirada fulminante causa lesiones que difícilmente sana.

Gracias al amor de Dios, el cual siempre nos ayuda, nuestras heridas han sanado y las cicatrices poco se notan. Ahora las «plumas» que nos rodean irradian completa paz y felicidad.

Doña Linda es una efectiva comunicadora y es autora del libro Mi vida secreta con el Hermano Pablo, publicado por Desarrollo Cristiano Internacional, 2002. Su propia vocación ministerial comenzó, junto con la de su esposo, el Hermano Pablo, en 1942 en una misión en Nuevo México, EE.UU. En 1943, tomaron residencia en el país de El Salvador donde vivieron por veintiún años. Ella inspiró cambios en el ministerio de las mujeres y fue la presidenta nacional de ellas por cinco años. En los últimos siete años ella ha dado su testimonio ante matrimonios como también ante ministros. Los Finkenbinder tienen cinco hijos, once nietos y diez bisnietos. En enero del año 2003, ella y su esposo Pablo, celebraron sesenta y un años de matrimonio y de ministerio.

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